Admito que no ha sido sino recientemente, cuando he comenzado a darle al código su debida importancia.
En muchos proyectos, el cliente final prefiere la velocidad al tocino (el código limpio), ya que el tocino realmente no le interesa mucho. Y, al fin y al cabo, él no se lo va a comer. O, mejor dicho, eso es lo que piensa…
Yo mismo, acostumbrado desde pequeño a la programación “del tirón”, con métodos de proporciones míticas, y al “copy/paste”, pensaba que el código no era más que un medio para obtener el deseado ejecutable, que es el que realmente acaba haciendo las cosas interesantes.
Sin embargo, las cosas no son interesantes para siempre. Mañana aparece una nueva cosa que interesa más. Y mientras más cosas interesantes se añaden a nuestro querido ejecutable, más difícil resulta incorporarlas, y la velocidad del primer sprint acaba siendo insignificante al final de la maratón.
El código en sí es valioso. Es importante darle los cuidados que merece. Puede ser divertido resolver un problema de forma ingeniosa pero compleja, que ahorre escribir algunas líneas, pero la siguiente persona probablemente fruncirá el ceño (eufemismo) ante la herencia recibida.
Hace mucho tiempo, había dos señores que escribían muy bien. Aunque sus estilos eran bastante opuestos. No programaban, pero si lo hubiesen hecho, probablemente sus códigos se asemejarían a sus obras literarias.
No sería difícil imaginar a Luis de Góngora escribiendo código complicado, difícil de entender salvo para unos pocos elegidos (con suerte, compañeros suyos). Francisco de Quevedo, probablemente optaría por algo más asequible, usando instrucciones y funciones claras y precisas. Incluso si tuviera que darle varias vueltas después de terminada su obra.
A la hora de escribir código, mejor elegir a Quevedo.